Estamos en el año 2150 y soy uno de los pocos viejos que aún quedan en el planeta Tierra.
Las expectativas de vida de la población se han reducido drásticamente y cada vez son menos los que llegan a cumplir 50 años. Sin embargo, mi aspecto es el de un anciano de 80 debido a que no puedo beber toda el agua que necesito. Tengo la piel acartonada, amarillenta, y padezco problemas renales por la carencia del líquido vital. Lo entenderán si les digo que la dotación mínima recomendada es de ocho vasos al día y yo solo puedo tomar medio vaso, cuando tengo suerte.
Recuerdo que en mi niñez todo era muy distinto. Había
parques con fuentes públicas y jardines cubiertos de flores y árboles de gran
tamaño. En esos años todavía se lavaban los autos a chorro de manguera y podía
uno quedarse en la ducha cuanto quisiera; los jóvenes de esta época no pueden
creer que haya existido el agua entubada y que podía utilizarse con solo abrir
una llave. Durante mucho tiempo nadie se preocupó por cuidarla, pensaron que
duraría eternamente. Por eso, mientras los principales acuíferos se
contaminaban o se agotaban, nadie adivinó que sobrevendrían las sequías más severas
y prolongadas de la historia. Pero hasta que empezó la escasez las naciones del
mundo comenzaron a valorarla; y cuando se agotó el petróleo, todas las transacciones
comerciales empezaron a basarse en las reservas de agua de los países.
En estos días los padecimientos gastrointestinales por
la proliferación de alimentos sintéticos, sin contenido de agua, son la
principal causa de muerte, y también se han convertido en auténticas pandemias las
infecciones y enfermedades de la piel provocadas por las radiaciones
ultravioleta, esto debido a que la falta de vegetación superficial aceleró el
daño a la capa de ozono. En muchos lugares no se puede sobrevivir sin utilizar
toallas empapadas de aceite mineral para hidratarse, y aunque existen “zonas
ventiladas” con reactores a base de energía solar, en las que los efectos
atmosféricos son soportables, es muy alto el costo por hacer uso de ellas y
solo unos cuantos pueden pagarlo.
La fisonomía de los seres humanos se vuelve más horrible
cada día (hoy un joven de 20 años tiene el aspecto de un adulto de 40). Entre
la bruma de las ciudades deambulan hombres y mujeres enclenques, desfallecidos, con la cabeza cuidadosamente
rapada (para evitar piojos y parásitos por falta de aseo), sus rostros son verdosos
y tienen la piel cubierta de llagas. Esos ejércitos de seres fantasmagóricos, tienen
aspecto de cadáveres vivientes, que se secan y se desmoronan lentamente.
Las industrias prósperas de antaño se paralizaron o se
fueron a la quiebra y el desempleo masivo trajo consigo mayor pobreza. Grandes
poblaciones sucumben con rapidez al incremento en la generación de basura, entre
otras cosas porque al no poder lavarse la ropa, todas las prendas de vestir se
han vuelto desechables; asimismo, los sistemas de drenaje y alcantarillado han
dejado de operar, obligando a las comunidades a volver a las fosas sépticas.
Y por otro lado, el avance de los desiertos es ya
incontenible en los cinco continentes, dado que los gobiernos privilegian el
uso de sus recursos hidráulicos para el consumo humano, olvidándose de
reforestar y ampliar las contadas zonas de cultivo que difícilmente
sobreviven.
Las plantas desalinizadoras son la principal fuente de
empleo, pero en ellas no se paga un salario, sino la más preciada moneda en
esta época de caos: una dotación de agua potable. La desalinización sigue
siendo el único medio conocido para producir agua y quizás no se ha descubierto
otro porque la deficiencia hídrica y la falta de oxigenación han afectado el
coeficiente intelectual de la población, causando un estancamiento en la
investigación científica.
Así, mientras el hambre y la sed van diezmando de
manera lenta pero segura a la población mundial, los viejos como yo solo
esperamos ver el fin de esta pesadilla. Me duele haber sido parte de las
generaciones que fomentamos el derroche y descuidamos nuestro don más preciado.
Cuesta creer que hubo quienes se rieron del cambio climático, e incluso que
haya habido gobernantes y líderes mundiales que hicieron todo por
desacreditarlo. Hoy sus efectos están a la vista, agravados por la
sobreexplotación incontrolada de los mantos acuíferos, pero ya no hay solución
posible.
En mi época, muchos pensamos que de poco servía esforzarnos en cuidar el agua, hoy comprendo que con el esfuerzo de todos pudimos hacer algo cuando aún había tiempo. Mis hijos no creen que alguna vez la Tierra fue verde y los cielos azules; ellos no conocieron los bosques ni las selvas, mucho menos los lagos y las aguas transparentes de los océanos. Su mundo, como el de todos los que se aferran a la supervivencia hoy en día, siempre fue gris, oscuro, tan sucio como los tiraderos y los depósitos de desechos de antaño. Memorias de un hombre del futuro
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